El 14 de abril a las 19:30 horas se inaugurará en la Sala Cero la muestra titulada “Catalepsia” de Antonia Cruz que reúne su trabajo que se hace cargo de la imposibilidad y, por medio del montaje fotográfico, reelabora un imaginario canónico tomando obras del arte chileno decimonónico.
Esas obras de la plástica chilena son fragmentadas, resquebrajadas y disueltas por medio de un proceso investido por la tecnología, hasta fundirlas con otro cuerpo cadavérico o sintético como el maniquí. La artista logra así un efecto de contraste que busca una sutil consonancia. “Es difícil -si no imposible- sustraer todo aquello que de la tradición subyace en el arte contemporáneo. Sobre todo, porque ya no es sólo la cita es la que interviene la obra, sino que la misma obra es la que es intervenida para crear un nuevo cuerpo”, comenta la artista.
En la obra de esta artista, egresada de la Universidad Finis Terrae, no hay un deseo de acceder a aquella unidad armónica. El significado emana de aquella dislocación, una leve distorsión, que resemantiza los cuerpos citados. Se produce una suerte de extrañamiento que, a la vez, afecta la percepción. Por medio del montaje es capaz de crear una distancia de aquel rostro cotidiano sin alejarse completamente de él.
Antonia Cruz se sitúa en un espacio que enfrenta la certeza de la fotografía como captación certera del mundo. Pero también en la incertidumbre de un montaje que bordea la caracterización de lo humano produciendo una discordancia en el aparato perceptual en tanto el espectador se ve enfrentado a un retrato que no es más que fragmentos de un otro irreconstruible.
La artista, que se siguió perfeccionando con Eugenio Dittborn, se enfrenta a la transgresión, al límite entre el desagrado y la pulcritud. Naturaleza y técnica deforman y conforman el cuerpo hasta que éste pierde su individualidad, se trasviste y sobreviste en el gesto del montaje fotográfico. La artista mira críticamente las convenciones de la historia del arte, ve la historia como cuerpo inerte resquebrajado e invadido por el tiempo.
Esas obras de la plástica chilena son fragmentadas, resquebrajadas y disueltas por medio de un proceso investido por la tecnología, hasta fundirlas con otro cuerpo cadavérico o sintético como el maniquí. La artista logra así un efecto de contraste que busca una sutil consonancia. “Es difícil -si no imposible- sustraer todo aquello que de la tradición subyace en el arte contemporáneo. Sobre todo, porque ya no es sólo la cita es la que interviene la obra, sino que la misma obra es la que es intervenida para crear un nuevo cuerpo”, comenta la artista.
En la obra de esta artista, egresada de la Universidad Finis Terrae, no hay un deseo de acceder a aquella unidad armónica. El significado emana de aquella dislocación, una leve distorsión, que resemantiza los cuerpos citados. Se produce una suerte de extrañamiento que, a la vez, afecta la percepción. Por medio del montaje es capaz de crear una distancia de aquel rostro cotidiano sin alejarse completamente de él.
Antonia Cruz se sitúa en un espacio que enfrenta la certeza de la fotografía como captación certera del mundo. Pero también en la incertidumbre de un montaje que bordea la caracterización de lo humano produciendo una discordancia en el aparato perceptual en tanto el espectador se ve enfrentado a un retrato que no es más que fragmentos de un otro irreconstruible.
La artista, que se siguió perfeccionando con Eugenio Dittborn, se enfrenta a la transgresión, al límite entre el desagrado y la pulcritud. Naturaleza y técnica deforman y conforman el cuerpo hasta que éste pierde su individualidad, se trasviste y sobreviste en el gesto del montaje fotográfico. La artista mira críticamente las convenciones de la historia del arte, ve la historia como cuerpo inerte resquebrajado e invadido por el tiempo.