Después de dos años sin mostrarse realmente, el pintor Manuel Torres exhibe ahora su nueva obsesión, aún conectada con la ruina y la desolación que antes era representada por las salitreras. Se trata de un conjunto de pintura e instalación titulado Obra Vacante. Pasó de las estructuras diagonales de maestranzas desoladas, a un juego de verticales y horizontales, azulejos averiados, llenos de hielo y que parecen salir de alguna cárcel abandonada. El óleo se combina con el esmalte y se traslada también a tubos y cañerías retorcidas que fueron rescatados del abandono y parecen el autorretrato de algún traro atormentado.
La ruina es la obsesión. Antes, el ojo del pintor Manuel Torres estaba puesto en la desolación del desierto. Polvo, fierros, estructuras, gamas de colores que también evocaban el atardecer. Algún ocaso tal vez. El abandono estaba representado con óleo en telas de gran formato, la mayoría. Las más chicas recogían clavos, botellas, tornillos, enlozados, objetos y herramientas varias, rescatadas del olvido y del desprecio. Porque a esta muerte y desolación, Manuel Torres le da vida e ironía.
Por varios años las salitreras fueron tema de sus pinturas: representó las maestranzas a través de estanques, chimeneas, zonas desmanteladas y baldías. Bajo los escombros, a punta de pala, en los años 90 Torres cavaba el polvo y fueron apareciendo objetos que evocaban alguna vida doméstica que se perdió. Con restos de revistas, recibos y minutas, diarios de vida llenos de arena, hizo collages, serie de cajas, poliedros y plintos vacíos. Varios de estos fueron intervenidos por los versos de Armando Uribe. Quiso evocar cierto grado de extinción y deterioro.
De aquellas perspectivas de pueblos salitreros pasó ahora a un entramado juego de verticales y horizontales sobre el plano del muro: una nueva obsesión por los azulejos maltratados. El conjunto de pintura e instalación reúne su producción de los últimos dos años. Muestra colores casi agresivos, violencia que se expresa a través de materiales como el esmalte sintético y el vitrificante poliuretano, algo plástico. El polvo pasó a brillar. El calor del desierto se hizo hielo en estos azulejos que bien pueden encontrarse en algún cementerio antiguo o en una cárcel abandonada. Representación del encierro que contrasta con las inmensidades antes retratadas. No es tanta la contradicción porque esas estructuras nortinas también fueron campos de prisioneros, antros de desolación. Y los escombros rondan aún.
Este trabajo se llama Obra Vacante porque no tiene lugar, no se instala y queda suspendido entre el bastidor y la tela colgada de un muro imaginario. “Un fragmento es capaz de evocar y reconstruir un entorno más amplio. Concentrando la atención en un trozo significativo, debiera ser posible despertar un alto grado de evocación: el ejercicio de aislar ese trozo de su contexto permite alcanzar una concisión mayor que la reproducción completa de un gran paisaje. Es un ejercicio que se quiere aséptico. De hecho, uno de los problemas implícito en la estructura formal de esta obra es la cuestión del límite, es decir dónde termina y dónde empieza el verdadero muro o plano que lo soporta, o bien cómo se sostiene siendo lo que es: la representación de un muro sobre un muro”, afirma el pintor.
Pero tampoco se queda con la rigidez matemática de estos azulejos. Manuel Torres se autorretrata en tubos y cañerías retorcidas de plástico, de goma, o pedazos de madera esculpidos por el mar. Retocados por él. No son tubos de neón ni fluorescentes, sino objetos pintados con esmalte y vitrificante. Intervenidos cuales cañerías humanas, órganos impúdicos, que escupen sangre desde su interior. Se entremezclan los materiales extraídos de la naturaleza con los objetos más depreciados. Algunos son agredidos violentamente por garfios de carnicero, revelando cierta perversidad. Es el rescate del desperdicio, un culto por la descomposición.
La ruina es la obsesión. Antes, el ojo del pintor Manuel Torres estaba puesto en la desolación del desierto. Polvo, fierros, estructuras, gamas de colores que también evocaban el atardecer. Algún ocaso tal vez. El abandono estaba representado con óleo en telas de gran formato, la mayoría. Las más chicas recogían clavos, botellas, tornillos, enlozados, objetos y herramientas varias, rescatadas del olvido y del desprecio. Porque a esta muerte y desolación, Manuel Torres le da vida e ironía.
Por varios años las salitreras fueron tema de sus pinturas: representó las maestranzas a través de estanques, chimeneas, zonas desmanteladas y baldías. Bajo los escombros, a punta de pala, en los años 90 Torres cavaba el polvo y fueron apareciendo objetos que evocaban alguna vida doméstica que se perdió. Con restos de revistas, recibos y minutas, diarios de vida llenos de arena, hizo collages, serie de cajas, poliedros y plintos vacíos. Varios de estos fueron intervenidos por los versos de Armando Uribe. Quiso evocar cierto grado de extinción y deterioro.
De aquellas perspectivas de pueblos salitreros pasó ahora a un entramado juego de verticales y horizontales sobre el plano del muro: una nueva obsesión por los azulejos maltratados. El conjunto de pintura e instalación reúne su producción de los últimos dos años. Muestra colores casi agresivos, violencia que se expresa a través de materiales como el esmalte sintético y el vitrificante poliuretano, algo plástico. El polvo pasó a brillar. El calor del desierto se hizo hielo en estos azulejos que bien pueden encontrarse en algún cementerio antiguo o en una cárcel abandonada. Representación del encierro que contrasta con las inmensidades antes retratadas. No es tanta la contradicción porque esas estructuras nortinas también fueron campos de prisioneros, antros de desolación. Y los escombros rondan aún.
Este trabajo se llama Obra Vacante porque no tiene lugar, no se instala y queda suspendido entre el bastidor y la tela colgada de un muro imaginario. “Un fragmento es capaz de evocar y reconstruir un entorno más amplio. Concentrando la atención en un trozo significativo, debiera ser posible despertar un alto grado de evocación: el ejercicio de aislar ese trozo de su contexto permite alcanzar una concisión mayor que la reproducción completa de un gran paisaje. Es un ejercicio que se quiere aséptico. De hecho, uno de los problemas implícito en la estructura formal de esta obra es la cuestión del límite, es decir dónde termina y dónde empieza el verdadero muro o plano que lo soporta, o bien cómo se sostiene siendo lo que es: la representación de un muro sobre un muro”, afirma el pintor.
Pero tampoco se queda con la rigidez matemática de estos azulejos. Manuel Torres se autorretrata en tubos y cañerías retorcidas de plástico, de goma, o pedazos de madera esculpidos por el mar. Retocados por él. No son tubos de neón ni fluorescentes, sino objetos pintados con esmalte y vitrificante. Intervenidos cuales cañerías humanas, órganos impúdicos, que escupen sangre desde su interior. Se entremezclan los materiales extraídos de la naturaleza con los objetos más depreciados. Algunos son agredidos violentamente por garfios de carnicero, revelando cierta perversidad. Es el rescate del desperdicio, un culto por la descomposición.